• EL HOMBRE SIN ESPERANZA

    La tristeza forja raíces, es nuestro huésped habitual, nos habita, maneja nuestros sentimientos, nos oscurece o en el mejor de los casos somos grises como ciertos días de invierno en que la bruma nos envuelve y no aparece el rayo luminoso del sol que nos orienta al vigor de la alegría. Ese afán de felicidad, muchas veces adormecido en nosotros por la rutina, nos encasilla y nos hace postergar ante los sueños o pasiones que nos enquistan y no nos deja ver la luz en el fondo de nuestro ser, quiere despertar. Nos engañamos a nosotros mismos, nos sobornamos, vamos perdiendo el gusto por el bienestar que en cierta forma nos da la felicidad. Aspiramos a la felicidad, a un gozo sobrehumano y al no tener la entereza de saborearlo junto a los dioses del verdadero amor, nos sumergimos en este “mar de la nada” donde todo es igual, donde el común denominador de “todo siempre igual” nos sumerge en la desazón de la tristeza.
    Siempre se nos ha dicho que el peor enemigo de la felicidad no es la desdicha de lo perdido, de lo dejado atrás o las prohibiciones de nuestro deseo, sino la verdadera tristeza. Llega un momento en que ésta se diluye, se disuelve, se vuelve insulsa, tediosa. La felicidad se instala como un objetivo de la voluntad. El bienestar alimenta la ilusión. En la alegría, que es transitoria, la emoción superlativa se fragmenta. Es el goce del ascenso fraternal hacia lo exterior del yo. Es la parte activa del ser humano que reconoce que ha llegado la felicidad y la capacidad de saber retenerla.

    Ese estado excepcional del espíritu, que borra las tinieblas de los días grises de la tristeza es la verdadera alegría.

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